En el panorama del cine de terror afroamericano, la llegada de la década de los 70 lo cambió todo.
Dentro del contexto del surgimiento de los movimientos sociales por la igualdad, como el Black Power, que se originó durante la década de 1960 y se extendió hasta principios de 1970, hubo una ramificación artística conocida como MAN (Movimiento del Arte Negro), que inspiró a la creación de instituciones culturales y artísticas para promover la cultura y los intereses creativos de los ciudadanos negros. Aunque el MAN se centraba más en la literatura, el teatro y la música, contribuyó a la confirmación de la identidad negra y a constituir una representación unificada de la comunidad afroamericana. Y esto empezaba a mostrarse también en la industria cinematográfica.
Para entonces, ya eran ciertamente reconocidos actores como Woody Strode o Sidney Poitier, este último ya había sido nominado por la Academia por Fugitivos (1959) y galardonado con un Oscar al Mejor Actor por Los lirios del valle (1963).
Entonces, llegó el movimiento cinematográfico conocido como blaxploitation o “películas de explotación negra”, que básicamente no era sino una evolución más acorde con los tiempos de las películas raciales, las cuales habían estado siempre relegadas a ser proyectadas exclusivamente en los barrios con mayor densidad de población afroamericana. El blaxploitation cambió todo eso y comenzó a mostrar en el cine a los afroamericanos como sujetos completos y, de algún modo, equiparables a los blancos. Muchas de estas películas se centraban, además, en la cultura y en las experiencias negras y recurrían a la violencia, el sexo, el tráfico de drogas como armas para luchar contra la mayoría blanca que oprimía a la comunidad negra.
En el género terrorífico, el movimiento blaxploitation se representó en ejemplos de clásicos como Drácula negro (1972) o Blackenstein (1973). este tipo de películas, no solo se trataban de reinterpretaciones de los clásicos de Universal Studios, sino también contenían una alta carga de denuncia social, sobre la trata de esclavos, en el primer caso, o los efectos persistentes de la guerra de Vietnam en los veteranos de color, en el segundo. Y muchas de las historias retratadas en las películas blaxploitation eran manifestaciones del poder y del orgullo negro que se vivía por las calles, en ese momento. Del mismo modo, sus monstruos reflejaban la opresión y los prejuicios raciales a los que eran sometidos los ciudadanos afroamericanos.
En la película La venganza de los zombies (1974), una protagonista negra llamada “Sugar”, con la ayuda del vudú y un ejército de zombis negros, se vengaba de un jefe criminal blanco y sus secuaces. O la inclasificable Ganja & Hess (1973) de Bill Gunn, un magnífico e intencionado ensayo sobre la diferencia racial, las clases sociales y la adicción, protagonizado por Duane Jones y Marlene Clark, que fue incluido entre la selección de películas de la Semana de la Crítica en el Festival de Cine de Cannes de 1973, y distribuido en diferentes ocasiones por varios estudios de Hollywood, con una nueva reedición en cada ocasión. Incluyendo una versión modernizada y financiada bajo la técnica del crowdfunding o microfinanciación, dirigida por Spike Lee bajo el título de Da Sweet Blood of Jesus (2014).
Lamentablemente, los brotes del blaxploitation se fueron desvaneciendo a medida que muchas producciones de terror de las décadas de los 80 y 90 regresaron a los viejos estereotipos, donde el personaje afroamericano era el primero en ser devorado por el monstruo o asesinado por el psicópata enmascarado. Aunque en la memoria aún quedaban retazos de las glorias de actores como Fred Williamson, Jim Brown o Richard Roundtree, durante “la mejor década del cine de terror” según un buen número de críticos y público, prácticamente desaparecieron las producciones enteramente negras.
Resultaba curioso que, en pleno apogeo del género slasher, la escasa presencia de producciones enteramente afroamericanas fuese proporcional a la rapidez con la que los actores de color desaparecían de la pantalla bajo el filo del cuchillo, en las producciones blancas. Sirva de ejemplo, que el primer papel afroamericano que apareció en la saga de Viernes 13 se demoró hasta la tercera entrega y, por supuesto, era una de las adolescentes masacradas por Jason Voorhees, llamada Fox e interpretada por Gloria Charles. Sin embargo, algunas de esas apariciones son actualmente consideradas estelares, como la de Scatman Crothers en El Resplandor (1980). También memorables fueron Yaphet Kotto en Alien, el octavo pasajero (1979) o Gregory Hines en Lobos humanos (1981), donde el primero es hecho añicos por el popular xenomorfo y el segundo devorado por un hombre-lobo.
Fuera del blaxploitation, en la década de los ochenta, resulta digno de mención que se estrenaran tres películas de gran presupuesto, en un periodo de dos años, cuyo argumento giraba en torno al vudú y que, de alguna manera, también aprovechaban los tropos específicos del cine afroamericano. El corazón del ángel (1987) de Alan Parker, Los creyentes (1988) de John Schlesinger y La serpiente y el arco iris (1988) de Wes Craven. En todas ellas, la cultura afroamericana era representada con estereotipos relacionados con su origen étnico y su imaginario social, aunque siempre bajo el prisma de la mirada de la sociedad blanca. Lo que, en otras palabras, implicaba que en vez de retratar a la comunidad afroamericana de la manera más fiel posible a sus costumbres o ideales, en realidad, estas películas reflejaban el miedo de la sociedad blanca cristiana al empoderamiento social de la comunidad negra. En La serpiente y el arco iris, por ejemplo, Zakes Mokae interpretaba a un brujo vudú haitiano, que pertenecía a los sanguinarios Tonton Macoutes, y que usaba una droga alucinógena para atormentar y robarle el alma a un antropólogo blanco que buscaba revolucionar la medicina usando la droga vudú como anestesiante.
El propio Wes Craven dijo una vez que las películas de terror no creaban el miedo, sino que lo liberaban. En la década de los 90, sin embargo, lo que se liberó fue una influyente oleada de cineastas y actores afroamericanos que aún perdura en nuestros días. Con la popularización en pantalla de actores como Denzel Washington, Morgan Freeman, Vanessa Williams o Angela Bassett, y directores de la talla de John Singleton o Spike Lee, se evidenció que los afroamericanos también podían generar beneficios para los grandes estudios de Hollywood. Y llegaron películas donde actores negros interpretaban papeles principales e incluso icónicos, como es el caso de Tony Todd en Candyman: el dominio de la mente (1992) o Wesley Snipes en Blade (1998).
El personaje de Candyman se consideró en su momento como una especie de vampiro negro, cuya naturaleza sobrenatural le permitía seducir a sus víctimas y reducirlas antes de destriparlas con el garfio que lucía en el muñón de su mano derecha. Descrito por la actriz Virginia Madsen como “un artista atormentado y romántico” que fue torturado y asesinado por una turba, tras tener una relación sentimental con una mujer blanca y dejarla embarazada. Con el paso del tiempo, el espíritu vengador de Candyman se convirtió en una leyenda urbana. Candyman está incluído entre los diez mejores villanos de la historia del cine de terror por la revista Rolling Stone y por la página Bloody Disgusting, y dió lugar a una secuela tres años más tarde, Candyman 2 (1995), y otra más, Candyman 3: El día de los muertos (1999), directa al mercado del vídeo. Además, de una modernización en 2020, producida por Jordan Peele y dirigida por Nia DaCosta.
Wesley Snipes, sin embargo, no es un actor conocido por su incursiones en el género terrorífico, sino por sus películas de acción y artes marciales. Lo cierto es que la taquillera Blade (1998) no se aleja mucho de este registro. Dirigida por Stephen Norrington, Blade es una hábil mezcla de cine de acción, artes marciales, superhéroes y vampiros. Adaptada libremente del personaje homónimo de Marvel Comics, la película narraba la historia de un anti-héroe cazavampiros obsesionado con destruir al vampiro que asaltó a su madre, aún embarazada, convirtiéndolo en un híbrido mitad vampiro, mitad humano. Tristemente, a diferencia del cómic original, donde las referencias afroamericanas de Blade le llevaban a protagonizar historias relacionadas con el folclore negro africano, en la adaptación cinematográfica el color de la piel del personaje no estaba en modo alguno relacionado con la trama; aún así sirvió para cambiar la manera de ver el estilo de vida negro a una gran mayoría de espectadores blancos. Su éxito comercial fue tal que dio lugar a dos secuelas y una serie de televisión.
Evidentemente, los estereotipos seguían perdurando y, aunque el blaxploitation ya había desaparecido casi por completo, al mismo tiempo se ampliaba el rango de personajes afroamericanos y su relevancia en las historias donde aparecían. Morgan Freeman interpretaba a un detective veterano y cultivado en Seven (1995) de David Fincher, cuya personalidad daba el contrapunto al impulsivo y tosco detective blanco que interpretaba Brad Pitt. O Denzel Washington, otro actor modélico y exitoso, quien daba caza a un cruel asesino en serie caucásico para descubrir que se trataba del mismísimo demonio Azazel, en Fallen (1998) de Gregory Hoblit. En su mayoría se trataban de thrillers urbanos, donde la cultura de la calle estaba muy presente y los elementos sobrenaturales se entremezclaban con supersticiones populares, asfalto y música callejera. De esta época y estilo fue también Un vampiro suelto en Brooklyn (1995) de Wes Craven, una comedia de terror protagonizada por Eddie Murphy y Angela Bassett, que aunque no era propiamente una producción enteramente afroamericana, contaba en su equipo de producción con la suficiente presencia negra, como para considerarse como tal.
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