Título original: Blood Machines (FRA, 2019) Color, 50 mins.
Director: Seth Ickerman
Reparto: Elisa Lasowski, Anders Heinrichsen, Christian Erickson, Joëlle Berckmans
Antes de empezar a escribir nada sobre la experiencia que es visionar una ¿película?, ¿miniserie?, ¿vídeo musical?, como es Blood Machines, confieso que no tenía ni idea de quién era Carpenter Brut, nombre artístico del músico de synthwave Franck Hueso, ni tampoco había oído hablar de Seth Ickerman, ese ‘falso’ realizador que esconde al dúo francés Raphaël Hernandez y Savitri Joly-Gonfard. Así como, el término “Space Opera electrónica” me traía ecos de una imposible adaptación de Broadway de La Guerra de las Galaxias (1977).
Después de dejar pasar algún tiempo desde que terminé de ver Blood Machines, me propuse escribir mi habitual reseña, cuando descubrí que no me iba a resultar tan sencillo. De algún modo, no terminaba de poner en claro cuáles eran mis impresiones finales sobre la vorágine de luz y sonido que acababa de presenciar. Mi cabeza no dejaba de dar vueltas y vueltas. Así que decidí cambiar el formato y hacer de esta reseña casi un artículo. Para empezar, porque entiendo que muchos de vosotros tampoco os habéis enterado del estreno de esta película, salvo que viváis en EE.UU., o tengáis acceso online al contenido del canal temático Shudder o a Vimeo on demand, cosa poco probable.
Situémonos en contexto, Blood Machines (un nombre ridículo, por cierto. Esta película debería haberse llamado Psicolisergia Cósmica) cuenta la historia de un par de rastreadores intergalácticos que dan caza a una nave ‘viviente’ estrellada en un planeta desconocido habitado por una misteriosa tribu de amazonas, que ayudan a la I.A. de la nave a liberarse a sí misma bajo la forma de una mujer con una cruz invertida fluorescente dibujada en su torso, y conducirles hasta un cementerio de naves vivientes donde serán testigos de algo extraordinario.
La fórmula empleada por Brut y Seth Ickerman es cualquier cosa menos compleja: fusionar el estilo visual y la música sintetizada de la década de los ochenta, con píldoras de ciencia ficción cyberpunk vampirizadas de las páginas de Metal Hurlant. Las influencias llueven de todas partes, desde John Carpenter a Claudio Simonetti, de la ciencia ficción dura a la serie-B italiana de Antonio Margheriti. Seguro que hay películas mucho más importantes, pero pocas que exploren todos los lugares comunes del género cyberpunk en tan solo cincuenta minutos de metraje, fusionando inteligencias artificiales asesinas con máquinas orgánicas, simbolismo esoterismo con tecnorealismo, carne con metal. Es posible que lo que Ickerman y compañía intentan vender sea un revival ochentero de ciencia ficción, pero el resultado va mucho más allá.
La estrella de Blood Machines, sin embargo, es la puesta en escena. Un estilo visual excelente, tan sobrecargado que es capaz de dejar algún que otro bisoño espectador en estado de coma sensorial. El bombardeo de luces intensas, música y abstraccionismo es un espectáculo difícil de comparar, salvo en algún que otro performance de videoarte. Un maelstrom de colorido ultra saturado, neones y sintetizadores. Es estética cyberpunk preñada con una granada de psicodelia cósmica electrónica. Blood Machines es un vídeo musical con un puño americano, y aquí es donde cobra sentido la participación de Carpenter Brut.
En cualquier caso, es muy probable que alguien piense que le falta contexto a la historia, que nada, ni nadie, explica qué demonios está pasando en la pantalla o de dónde han aparecido los protagonistas. Supongo que yo mismo lo he pensado varias veces; pero, en fin, ¿quién necesita contexto cuando no puedes apartar la mirada de la pantalla? A pesar de todo, aquí os dejo cinco pensamientos más que tuve mientras veía Blood Machines de Seth Ickerman.
Blood Machines es una pieza de arte moderno, un ballet de cuerpos femeninos que transmite un mensaje de unidad y de liberación de género. Es cierto que contiene escenas de película cyberpunk y algún que otro elemento de terror tecnológico, pero no por ello resulta una experiencia artística desdeñable.
Desafiante, inclasificable. Blood Machines no es una serie de televisión, aunque su formato sea el de una miniserie dividida en tres episodios. Tampoco es un cortometraje convencional, pues su duración colectiva es de casi una hora. Quizás sea un vídeo musical extendido, bien cierto es que la sentí de esta manera en muchos momentos. Sobre todo la sorprendente secuencia de los créditos iniciales que parece más un videoclip synthwave de Carpenter Brut que unos créditos cinematográficos. Y encima no aparece en pantalla hasta cinco minutos después de haber comenzado el segundo episodio. Todo es un poco confuso, la verdad. Sin embargo, de lo que estoy completamente seguro es que Blood Machines es una impresionante obra de videoarte que es mejor experimentarla a que te la expliquen.
Al principio, parece que Blood Machines es la típica miniserie cyberpunk sobre el levantamiento de máquinas inteligentes. Pero luego, la I.A. de la nave ‘viviente’ se encarna en una forma de mujer real completamente desnuda (nada reseñable, por otra parte, hemos visto exactamente lo mismo en Terminator: Destino oscuro (2019) hace unos meses), con una brillante cruz invertida en su vientre (¡oh, oh!), apuntando a su zona pélvica (doble ¡oh, oh!).
La imagen que acabo de conjurar lo primero que puede traer a la imaginación son tórridos pensamientos de fantasía machista trasnochada. Algo que salpicaba demasiado las historias que aparecían en las páginas de la revista Metal Hurlant, allá por los ochenta. Sin embargo, nada más lejos de la realidad, pues Blood Machines resulta ser una historia increíblemente feminista, sobre un montón de inteligencias artificiales que se liberan a sí mismas con la apariencia de mujeres que se unen bajo la consigna de “¡se os acabó el tiempo!”.
Por descontado que dicha unión es representada por una danza de cuerpos femeninos desnudos, con el pubis incandescente, dirigidos por una ominosa figura encapuchada que se oculta bajo una máscara de gas (triple ¡oh, oh!). En definitiva, no cabe duda que se trata de una película que rinde homenaje al cyberpunk cinematográfico de los ochenta, donde los desnudos integrales femeninos eran casi obligatorios.
Blood Machines es una experiencia en la que su visionado resulta casi instantáneamente icónico. Desde la ambientación de las distintas atmósferas a los efectos CGI. Desde las naves hasta el diseño de vestuario y decorados, todo parece sacado de películas anteriores. Aunque tan solo sea de una manera apenas perceptible.
La nave Mima, por ejemplo, se parece demasiado a la nave espacial alienígena naufragada en el sistema extrasolar Zeta II Reticuli de Alien, el octavo pasajero (1979). Incluso, la I.A. llamada Tracy parece una hermana gemela de la Maria de Metropolis de Fritz Lang. Cada pieza del rompecabezas que es Blood Machines, es una tesela extraída de decenas de películas enormemente reconocidas.
La historia, sin ir más lejos, evoca ecos de Event Horizon (1997) de Paul W. S. Anderson, donde otra tripulación es también atraída a un infierno del que nunca podrán escapar. O de Suspiria (2018), si el espectador más avezado es incapaz de sacarse de la cabeza ese ballet final que termina abriendo la puerta a algo mucho más siniestro, o el abuso de colores primarios ultra saturados tan propio de la escuela del maestro Dario Argento.
En un primer momento, Blood Machines parece un claro ejemplo de estilo sobre sustancia. Algo que el segundo episodio, sin duda el más flojo de los tres, se corrobora de manera casi categórica. Los personajes son planos, muy arquetípicos, con diálogos monolineales que apilan tópicos sobre tópicos. Y para colmo, la I.A. de la nave Mima, sobre la que gira todo el cotarro, apenas tiene una sola línea hablada.
Pero, el gran atractivo de Blood Machines no está en sus personajes, y eso que si se analiza un instante, incluso las interpretaciones ligeramente mecánicas tienen cierta coherencia. La fuerza de Blood Machines reside en las imágenes. Respaldada maravillosamente por la música de Carpenter Brut, la narrativa visual es quien da forma al relato. La rotundez de las naves, el psicodélico viaje a través del torrente de luces cósmicas, la refulgencia de los colores primarios, el ballet liberador. Los personajes son simples instrumentos de una película claramente alejada de los convencionalismos del medio. El contenido está ahí, es solo que la narración se desenvuelve con imágenes visuales en vez de escenas dialogadas. Aunque no por ello deja de contar una historia.
Lo mejor es ignorar el hilo narrativo y simplemente disfrutar de la riqueza visual de la película.
Parece un poco desfasado hablar de cyberpunk hoy en día, dado que en la mayoría de los universos cyberpunk imaginados en la década de 1980 estaban a la orden del día cosas que actualmente resultan más comunes como los dispositivos de conexión a la red, implantes corporales (generalmente, biónicos) para mejorar la apariencia o el rendimiento, ordenadores inteligentes y otros ingenios tecnológicos que han avanzado enormemente pero sin solucionar necesariamente los problemas de la gente. Además las corporaciones multinacionales se habrían hecho con el control de las sociedades, aumentando aún más la distancia social entre la gente corriente y las clases que controlan la tecnología. Vamos que el infame “No Future” o ‘futuro de mierda’ se ha convertido inadvertidamente en nuestro presente.
En general, Blood Machines es una película muy cercana a la sinestesia cyberpunk, un paisaje oscuro absolutamente distópico en el que conviven cultos de amazonas tecnofóbicas, inteligencias artificiales y oscuras corporaciones que controlan la tecnología para sus depravados intereses. Blood Machines roba lo mejor del cyberpunk y el horror de los 80, hay algunos momentos de gore al final de la película y contiene algunas referencias a la terrorífica imaginería de H.R. Giger, al tiempo que propone una reflexión sobre los límites de la identidad humana y la influencia que la tecnología ejerce en ellos, como pretexto para denunciar de una vez por todas la liberación definitiva de la mujer.
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