Desde el comienzo de las civilizaciones, la fe y las distintas culturas religiosas han utilizado técnicas de implantación del terror como eficaces herramientas de fortalecimiento de sus creencias. El miedo al castigo divina, a la personificación del mal en nosotros pecadores o en los infieles no creyentes han sido poderosos motivadores catárticos que nos confrontan con nuestros miedos más cotidianos: el miedo a la muerte, a lo sobrenatural, a lo desconocido, a lo irracional, a la pérdida de identidad, a todas esas fuerzas, en definitiva, que se escapan de nuestro control. Y todos estos terrores no iban a ser desaprovechados por los cineastas ávidos de trasladar emociones fuertes a las pantallas de todo el mundo.
Durante el siglo XX, los símbolos y temas religiosos han jugado un papel prominente y continuado en la creación de nuestros terrores favoritos y la generación de los convencionalismos más arraigados en el género. Desde la Inquisición y sus torturas, pasando por los miedos espectrales al más allá, o las corrientes cultistas setenteras del satanismo, magia negra, etc., casi prácticamente todas las décadas los aficionados del género han podido disfrutar de representaciones más que dignas de este subgénero del horror como es el terror religioso.
Una de las primeras producciones que utilizó indiscriminadamente simbología religiosa cristiana para infundir pavor entre los espectadores fue La Brujería a través de los Tiempos (1922) . Hasta este momento, la figura del Diablo se había mostrado de un modo ligero, en clave de humor, pero el realizador sueco Benjamin Christensen y su visión cuasi-documental de la brujería iba a cambiar esas representaciones para siempre.
En los años venideros, no fueron pocas las producciones que reincidieron sobre los convencionalismos religiosos para infundir terror, llegando incluso a convertirlos en tropos habituales de otros géneros, como las cruces y el agua bendita que acababan con el vampirismo, o las máscaras demoníacas que ocultaban el rostro de los asesinos psicópatas. Sin embargo, de entre todas ellas, La Séptima Víctima (1943) de Mark Robson y su realista plasmación de una secta satanista iba a destacar por encima del resto. Una película, además, que serviría inequívocamente de inspiración para uno de los clásicos del subgénero: La semilla del Diablo (1968) de Roman Polanski.
Pero, no sería hasta la aparición en las pantallas de El exorcista (1973) que no podemos hablar de terror religioso como tal. La excepcional película de de William Friedkin supuso la sublimación de este tipo de subgénero, llegando incluso a definir tal y como lo conocemos actualmente. El terror religioso llenaba las salas de cine y se produjeron una serie de películas consecutivas, en un periodo muy corto de tiempo, que rápidamente se elevaron a la categoría de clásicos dentro del género y siempre con la Iglesia católica y la eterna lucha atávica entre las fuerzas del Bien y del Mal como trasfondo.
El Exorcista derivó en varias secuelas y, sobre todo, en una ingente cantidad de imitaciones, plagios e inspiraciones procedentes de todas las cinematografías del mundo. De tal modo, que desde 1973 hasta nuestros días, el Diablo, tanto si es referenciado directamente, como si aparece como una fuerza impulsora en el sentido más figurativo, y los simbolismos religiosos, sobre todo arraigados en la cultura occidental, han aparecido en pantalla para aterrorizar de una manera más o menos constante y prolífica, generando incluso distintas vertientes: exorcismos, satanismo o los cultos paganos malvados. Una perspectiva más actual consiste en la inversión de los roles del villano, donde el elemento que genera el horror había sido visto hasta el momento como una fuente de bondad. Es en esta variación, donde los ángeles o hasta el propio Dios se vuelven malvados. También hemos visto últimamente ejemplos donde la religión inspiradora no es la católica sino la hindú o el judaísmo, aunque de esto último hablaremos en el siguiente artículo.
A continuación se detallan las 15 películas de terror religioso más influyentes del siglo XX, no os las perdáis, porque quizás os vaya el alma en ello.
Basada en un best-seller de William Peter Blatty, uno de los grandes éxitos comerciales de la historia del terror, encomiable tanto por su osado acercamiento al racionalismo de los exorcismos católicos, buena parte del concepto que la cultura occidental tiene del tema procede de ella, como por desatar una oleada de imitaciones; a cada cual más pobre de ideas, todo hay que decirlo. Igualmente instauró un principio no menos desdeñable, confiar el impacto terrorífico de las imágenes en la truculencia y la aparatosidad de los efectos especiales.
Una de las obras maestras del cine de horror, cuya elegante y ejemplar ambigüedad continúa resultando el mayor de sus aciertos. Producida por el maestro del terror William Castle y dirigida magistralmente por Roman Polanski, esta aterradora adaptación del best-seller de Ira Levin sobre embarazos y satanismo fue una de las primeras películas en combinar la ansiedad perinatal de la madre en gestación con una trama terrorífica o fantástica, donde jamás se acaba de definir si efectivamente todo es real o es un producto de la mente de la protagonista, pues todo lo presenciamos desde la perspectiva de ésta. A destacar la interpretación de Mia Farrow.
Un film escandaloso y libertino donde los haya en su momento, inspirado en la novela Los demonios de Loudun (Editorial Planeta, 1977) de Aldous Huxley, que con el paso del tiempo se ha convertido en un ejemplo de obra maestra de la transgresión y que terminó de popularizar tanto a su realizador Ken Russell, como a su estrella principal Oliver Reed, a quien ya se le había visto en un buen puñado de producciones menores del género, y cuyo granguiñolesco argumento la otorga el dudoso honor de ser la primera producción internacional enmarcada dentro del infame subgénero del nunsploitation, más allá de algunos segmentos del film mudo La Brujería a través de los Tiempos (1922) , y también de convertirse en una de las películas más censuradas de todos los tiempos.
Ambientado en los años 70, un notable y muy original film de horror, que desarrolla su magnífico argumento, basado en la novela del propio guionista Anthony Shaffer, de manera especialmente enfermiza e inquietante, hasta conseguir que el espectador tenga la impresión de que el atribulado protagonista es el elemento discordante de la historia. Todo gracias al acierto de su director, Robin Hardy, que muestra el teóricamente aberrante modo de vida de la comunidad de una remota isla escocesa rehuyendo expresamente de tópicos morbosos y enfrentando abiertamente la enfermiza promiscuidad del culto pagano con el puritanismo católico. Uno de los puntos más destacables del film es la sensualidad de Britt Ekland y la aparición de Christopher Lee en un papel alejado de su habitual registro vampírico como Conde Drácula, terrorífico pero con el justo amaneramiento requerido por su papel de líder del demencial culto. Pero, sobre todo, su maravilloso y brutal desenlace, sin concesión alguna hacia el espectador.
Adaptación de la novela homónima de Andrew Neiderman, que aprovecha el filón de los thrillers relacionados con casos judiciales, tan populares en la década de los 90 en gran parte gracias al éxito de las novelas de John Grisham, para deslizar un rancio mensaje religioso neoconservador, abiertamente moralizante, sobre el libre albedrío cristiano, donde la ambición desmedida y la persecución del éxito a toda costa es castigada por el mismísimo Príncipe de las Tinieblas bajo la apariencia del enigmático y seductor propietario de un bufete de abogados. Más simbolismos maniqueos. Del mismo modo y acorde con la narrativa, cabe destacar más allá de la aparatosidad de algunas de sus imágenes, el trabajo fotográfico del polaco Andrzej Bartkowiak, repleto de encuadres holandeses, que ayuda a establecer el tono incómodo de la película. A parte de su pareja protagonista, en su reparto encontramos nombres tan reconocibles como Charlize Theron, Connie Nielsen, Craig T. Nelson o Jeffrey Jones.
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