Título original: The Substance (USA/UK/FRA, 2024) Color, 141 mins.
Director: Coralie Fargeat
Reparto: Demi Moore, Margaret Qualley, Dennis Quaid, Edward Hamilton Clark
El cine ha funcionado siempre como un espejo que refleja los temores y obsesiones de la sociedad, y en este sentido pocos provocan tanto miedo y fascinación como el deterioro del cuerpo humano y la revelación de la fealdad oculta en nuestro interior. Las transformaciones físicas y los abusos corporales, que generan una desconexión entre el individuo y su cuerpo, nos enfrentan inevitablemente a la vulnerabilidad de nuestra propia condición física. Estas inquietudes han sido exploradas a lo largo del tiempo en el subgénero del cine de terror conocido como body horror (o horror corporal). Un subgénero que comenzó a tomar forma a finales de los años 70 con los estrenos de Vinieron de dentro de… (1975) y Rabia (1977) , ambas dirigidas por David Cronemberg y cuyo término fue acuñado por el crítico Phillip Brophy en un artículo publicado en el número 27 de la revista británica Screen.
La segunda película de la realizadora y guionista francesa Coralie Fargeat, presentada en competición en Cannes y galardonada con el premio al mejor guion, es una parábola fantástica y macabra que aborda la misoginia y la cosificación de las mujeres, que no solo ofrece una perspectiva femenina sobre la hipersexualización, sino también se nutre de la imaginería universal del género de terror, evocando a grandes figuras como David Cronenberg, John Carpenter, Brian Yuzna y Peter Jackson. El resultado es un sangriento alegato feminista que combina, de forma visceral, el horror corporal de tintes gran guiñolescos con la sátira social y el drama humano.
La trama de La sustancia sigue a Elisabeth Sparkle (Demi Moore), una estrella de cine madura que, tras reinventarse como gurú del fitness, ve su mundo tambalearse cuando es despedida del programa matutino de televisión que ha presentado durante años. En su desesperación por recuperar el lugar que cree perdido, recurre a un misterioso suero capaz de crear una versión clonada de sí misma: Sue (Margaret Qualley), una réplica más joven y perfecta destinada a devolverle su lugar frente a las cámaras. Sin embargo, lo que al principio parece ser la solución a todos sus problemas pronto se convierte en una pesadilla. La relación simbiótica entre Elisabeth y Sue desata consecuencias fatales e irreversibles, convirtiendo esta aparente segunda oportunidad en una aterradora espiral de grotescas transformaciones físicas y devastadores enfrentamientos psicológicos.
Con ecos de Oscar Wilde y su faustiana novela «El retrato de Dorian Gray» y de la dualidad moral de «El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde» de Robert Louis Stevenson, Coralie Fargeat presenta un guion ambicioso que funciona como un ensayo sobre los límites que una mujer está dispuesta a cruzar para encajar en un mundo condicionado por ideales de belleza inalcanzables. Sin embargo, no se limita a abordar estas cuestiones desde una perspectiva heteropatriarcal, sino también desde la subjetividad femenina; que, de manera forzada, ha llegado a interiorizar un comportamiento autodestructivo que las conduce al autorechazo. Este enfoque eleva la propuesta más allá de una simple crítica al edadismo o la cosificación sexual, añadiendo una capa de complejidad que la hace mucho más interesante y provocadora.
El audaz diseño visual con el que Fargeat demuestra su habilidad para combinar elementos estéticos propios del body horror y el hagsploitation es, también, uno de los aspectos más destacables. Por una parte, la fotografía de Benjamin Kračun transita entre lo fascinante y lo repulsivo, con un enfoque deliberadamente grotesco que siempre busca el ángulo más incómodo y perturbador para horrorizar al espectador. Incluso los momentos más triviales, como una visita al baño o una comida en un restaurante, están impregnados de una carga visual que los convierte en escenarios inquietantes, cargados de simbolismo. A medida que la historia avanza cada escena adquiere una profundidad adicional, los tonos cálidos y brillantes que predominan en los primeros actos, evocan los ideales de perfección superficial, desvaneciéndose progresivamente en sombras frías y perturbadoras. Este contraste refuerza la narrativa, exponiendo la transición de la apariencia superficial hacia la fealdad inherente de la vanidad, mientras el descenso de Elisabeth y Sue en su espiral autodestructiva se vuelve cada vez más inevitable y aterrador.
Lo curioso es que, aunque el lenguaje cinematográfico parece ser un pilar fundamental para Coralie Fargeat, su película carece de sutileza y, en muchos momentos, se transforma en una experiencia extraña e incluso abiertamente ridícula. La excesiva caricaturización de algunos personajes (especialmente los masculinos) y la repetición constante de escenas de desnudez y contorsiones casi pornográficas que destacan la hipersexualización de la juventud de Sue, terminan volviendo la narrativa monótona y agotadora, particularmente hacia la mitad del metraje. En esta parte, la historia adopta la forma de un cuento moral contemporáneo que busca alertar sobre cómo una sociedad sexista moldea nuestra percepción tanto de nosotros mismos como de los demás. Sin embargo, el enfoque resulta torpe y repetitivo: ¿cuántos planos del trasero de Qualley son realmente necesarios para enfatizar que la juventud es más deseable que la madurez? ¿Cuántas veces es imprescindible mostrar el rostro de Dennis Quaid casi pegado a la cámara para remarcar que su personaje es desagradable y repulsivo? Esta insistencia en lo obvio debilita el impacto de lo que podría haber sido un mensaje más incisivo y crítico.
Lamentablemente, más allá de canalizar la rabia feminista que Coralie Fargeat parece sentir hacia los hombres y lo que representan, la trama de La sustancia carece de la profundidad necesaria para responder a las preguntas que plantea. La película no muestra interés alguno en explorar quién creó el misterioso suero, ni con qué propósito, dejando ese aspecto crucial completamente desatendido. Además, traiciona su propia lógica interna al ignorar el beneficio práctico que Elisabeth debería obtener del macabro pacto faustiano que representa el suero. Si, como se nos recuerda insistentemente, ella y Sue «son una», ¿por qué no existe una especie de conciencia compartida entre ellas? Elisabeth no tiene conocimiento de las acciones de Sue ni disfruta de su belleza y juventud, a diferencia del narcisista personaje de Oscar Wilde. Esta desconexión mina la coherencia del concepto central y plantea más preguntas de las que responde. Al final, la premisa parece carecer de sentido, dejando la sensación de que la película se limita a su superficie, sin explorar las capas más interesantes de su argumento.
Demi Moore es el alma de La sustancia. Su interpretación, profundamente emocional, transmite con autenticidad la vulnerabilidad, la desesperación y la rabia de una mujer madura que lucha por sobrevivir en un sistema que la ha desechado. Su confrontación con su reflejo en el espejo es uno de los mejores momentos de la película. Moore se posiciona como una digna heredera de las grandes estrellas del hagsploitation, como Bette Davis y Joan Crawford, quienes en los años sesenta y setenta protagonizaron historias sobre mujeres que sucumbían a la locura ante la pérdida de su juventud y belleza. Por su parte, Margaret Qualley aunque no alcanza el nivel de la veterana actriz, también logra brillar como la joven antagonista. Su interpretación añade una inquietante profundidad al relato, marcada por una vacuidad perturbadora que resulta escalofriante. Además, la química entre ambas actrices potencia la tensión dramática de la historia e introduce un mensaje de enfrentamiento generacional muy interesante, convirtiendo sus actuaciones en uno de los pilares más sólidos de la película.
En resumen, La Sustancia es una película que no deja indiferente. Con una audaz combinación de horror corporal, sátira social y tragedia psicológica, Coralie Fargeat desafía las convenciones del género. A pesar de no ser perfecta, su ambición, su estilo visual y las sobresalientes actuaciones logran convertirla en una experiencia cinematográfica inolvidable. Sin embargo, su tono exagerado y surrealista, junto con un metraje que se siente excesivo en su parte central, terminan por restarle impacto.
En última instancia, La Sustancia alcanza su punto culminante con un desenlace demencial que evoca clásicos del horror corporal de culto, como Society (1989) de Brian Yuzna, o incluso Carrie (1976) de Brian de Palma. Fargeat transforma el clímax en un catártico y sangriento espectáculo que enfrenta a los espectadores con sus propios prejuicios, presentándolos tan monstruosos como la propia criatura ElisaSue, hasta que les obliga a apartar la mirada de la pantalla porque el tono ultragore se vuelve terriblemente desagradable. Si tienes el estómago sensible, estás avisado.