Título original: The Sacrifice Game (USA/CAN, 2023) Color, 93 mins.
Director: Jenn Wexler
Reparto: Mena Massoud, Olivia Scott Welch, Gus Kenworthy, Chloë Levine
Cinco años después de su debut con The Ranger (2018) , un slasher clásico aderezado con tintes punk rock, que recibió elogios por su canónico enfoque del subgénero y donde también colaboró con la actriz Chloë Levine, la directora estadounidense Jenn Wexler se pasa a las invasiones domésticas con elementos sobrenaturales con su segundo largometraje: El juego del sacrificio. Un thriller de terror ambientado en la década de los setenta y sobre el que se cierne la sombra de los cultos satánicos, a lo Familia Manson, y cierto horror gótico modernizado. Y que fue presentado en nuestro país, en el marco del pasado Festival de Sitges, pero fuera de concurso.
El juego del sacrificio se sitúa en los días previos a la Navidad en un desierto internado femenino, en el que únicamente han quedado dos alumnas inadaptadas (Madison Baines y Georgia Acken), acompañadas de una profesora y su prometido, después de que el resto de residentes del colegio hayan regresado a sus casas por vacaciones. Resignadas a pasar una comida de Navidad poco acogedora, pronto tendrán que luchar por sus vidas cuando un grupo de maníacos asesinos llegan al colegio con siniestras intenciones.
Muy alejado del tono de su anterior película, el segundo largometraje de Jenn Wexler, coescrito con Sean Redlitz, rinde un peculiar tributo al terror setentero y a sus tropos más significativos: los cultos satánicos, los asesinos dementes, las posesiones infantiles, etc., aunque se ve ligeramente difuminado por arquetipos convencionales de los años setenta, como la moda siniestra y la sombra psicológica de la guerra de Vietnam. Wexler teje meticulosamente una narrativa que inicialmente evoca películas como La última casa a la izquierda (1972) de Wes Craven y Navidades negras (1974) de Bob Clark, para posteriormente retorcerse y ofrecer algo más cercano a La Profecía (1976) de Richard Donner.
Durante la primera parte de la película, Jenn Wexler se concentra en establecer adecuadamente los estereotipos de sus personajes, tanto los que se quedan en el colegio y que van a servir de víctimas: las niñas solitarias y la pareja de profesores bienintencionados, como al grupo de lunáticos satanistas encabezados por Mena Massoud y Olivia Scott Welch, quienes concatenan una serie de truculentos asesinatos rituales y, por azar, terminan en el solitario internado. Está claro quiénes son cada uno y cuál va a ser su papel en la trama, no se rompe ninguna regla preestablecida y tampoco hay ningún mal en ello, porque hasta el momento, toda la propuesta mantiene el homenaje, incluso hace gala de un inusitado tratamiento eficaz de los resortes del género y del nihilismo de los setenta.
En este sentido y como resultado de todas las influencias mencionadas, y alguna que otra más moderna como Érase una vez en Hollywood (2019) de Quentin Tarantino, la película ofrece momentos visualmente cautivadores y hasta entrañables para los aficionados. Como la llegada del cuarteto de dementes al internado, subiendo lentamente por el nevado camino de entrada. Y, sobre todo, la brutal secuencia de triple homicidio que introduce la película. Esta escena, situada en el interior de una vivienda, toma un enfoque inusual al ser filmada desde el exterior por el director de fotografía Alexandre Bussière, subvirtiéndola en un espeluznante juego voyerista. Un poderoso comienzo que se convierte, de manera involuntaria, en una promesa de algo más que nunca llega a aprovecharse y, por tanto, al final termina siendo una gran desilusión.
Sobre todo porque, más allá del decente tributo setentero del primer acto, una vez que se revela el giro argumental, la película abandona el tono de explotación sobre cultos satánicos que inicialmente atrajo al espectador. Este enfoque, que probablemente fue lo que despertó el interés inicial de los aficionados por El juego del sacrificio, se ve sustituido por una sorpresa absurda y excesivamente artificial. Y, llegado un punto en la trama en la que al público le surge la pregunta de ¿y ahora, qué?, Wexler podría haber continuado los acontecimientos con un divertido encogimiento de hombros y un «qué más da», que hubiera resultado más aterrador por la banalización que hubiese impregnado toda la violencia observada y lo que implica la ausencia de justificación para la crueldad humana. Sin embargo, opta por una vuelta de tuerca absurda y desmesurada, desperdiciando así el potencial de ese momento pivotante. Como si la directora nos mostrase lo que podría haber sido genuinamente impactante y, en su lugar, lo hiciera ridículo.
A partir de este momento, a la errónea decisión narrativa que toman Wexler y Redlitz, se le suman los problemas añadidos por todo lo que la rodea. La gélida fotografía de Bussière, que hasta el momento había sustentado el tono de cine exploitation a la perfección, ya no funciona. La supuesta amenaza sobrenatural resulta insulsa y poco convincente, sobre todo, debido a la sobreactuación casi caricaturesca de la inexperta Georgia Acken, la cual hace absolutamente imposible que nos enganchemos a lo que estamos viendo. Algo que, para una película en la que todo es apostado a un giro que llega a mitad del metraje, resulta un bajonazo en toda regla.
En definitiva, El juego del sacrificio se presenta como un thriller de invasiones domésticas, que sigue una fórmula relativamente convencional y que se ubica en una región intermedia entre lo atractivo y lo monótono. A pesar de que contiene una sorprendente dosis de violencia y truculencia, apreciable para los fanáticos del gore. Tristemente, todo ese potencial inicial que tuvo en la primera mitad, se ve menguado por interpretaciones sobreactuadas y un desenlace defectuoso, que contribuyen a que la película no esté a la altura de lo esperado.